El siglo XX se apaga bajo el signo de una profunda transformación que está alterando, de manera muy notable, los cimientos materiales y culturales sobre los que se sustentaba la modernidad. Esta transformación, ciertamente revolucionaria, se asienta sobre la base de la creciente y acelerada difusión de las nuevas tecnologías vinculadas al hipersector de la comunicación y la información. De este modo, el establecimiento, a escala planetaria, de un nuevo modelo de generación y distribución de la riqueza, así como de un nuevo marco de relaciones sociales y vínculos de poder, corre paralelo a un proceso cultural basado, a mi entender, en la manifiesta incapacidad para desarrollar un sistema de representación simbólica colectiva, que permita pensar las nuevas realidades emergentes como dotadas de sentido. Pienso que, ante todo, sufrimos una grave crisis global de sentido, o, mejor, una crisis de exceso del mismo. Ésta deriva de la imposibilidad de aprehensión de los cambios a partir de los viejos aparatos lingüísticos con los que articulamos nuestras ya viejas experiencias vitales modernas. Creo, por tanto, que uno de los retos esenciales con los que se enfrentan la filosofía y el pensamiento social, en el cambio de milenio, es el establecimiento de un nuevo horizonte conceptual que dé cuenta, en un plano crítico-reflexivo, de las incitaciones de este presente opaco y engañoso, y de los nuevos condicionamientos socio-cognitivos que se imponen ante la urgente reconstrucción de una identidad trastornada.
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